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Creo que fue por la primavera de 1996 cuando Germán Delibes, amigo en la Facultad de Filosofía y Letras, apareció por nuestro despacho (digo nuestro porque lo compartíamos Alberto Marcos y yo). … Y me entregó un escrito de su padre, … Era una catarata de preguntas, pero preguntas serias, sobre muchas cuestiones históricas que le estaba planteando Cipriano Salcedo por su ocurrencia de hacerse luterano con todas las de la ley, si bien esta ley estaba condicionada por la peculiaridad de aquel luteranismo, castellano a fin de cuentas.
… Estaba preocupado por hallar respuesta a tantas cuestiones como le iban «saltando» en su mirada histórica hacia aquellos personajes, hacia aquellas inquietudes, del Valladolid en sus mejores tiempos, cuando la Villa era un mundo abreviado, entre 1525 más o menos y 1559, …
Tengo delante la sucesión de misivas con sus preguntas acerca de la expansión del luteranismo, de sus formas de llegar a Valladolid, de los conventículos, de los temas que en ellos se trataban o rituales que se seguían, de rezos y lecturas, de los modos de proselitismo, de las sutilezas nada triviales (para entonces) entre luteranos, por ejemplo, y calvinistas (que es con lo que arranca «El hereje» en su preludio y que Delibes no quitó a pesar de que alguien le sugiriera que resultaba algo pesado, demasiado profundo), de mecanismos, tormentos y cárceles inquisitoriales, de noviazgos, de latines que cantaban los niños doctrinos (a Delibes no le gustaba andar con distinciones excesivas entre niños doctrinos y expósitos) en los entierros. A este propósito, cualquier lector un poco avisado habrá notado que el latín, cuando aparece, es correctísimo y que cuando se traen textos bíblicos en castellano, éstos pertenecen a la traducción de aquellos otros «luteranos» del sur, de Sevilla, que se escaparon a tierras protestantes por los mimos tiempos en que Cipriano Salcedo era procesado y quemado en Valladolid y que regalaron al nuestro lenguaje la hermosa versión llamada «Biblia del Oso».
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Pero a lo que iba. Él dijo en repetidas ocasiones que «El hereje» no quería ser una novela histórica si por ello se entiende encerrada en el pasado. En una de las cartas que me escribió, ésta desde Sedano en el verano de 1996, distinguía muy bien entre la Historia, un poco lejana, y las historias, vivas, permanentes, personales. Me decía, entre otras cosas: «La verdad es que me he metido mucho en la Historia, con mayúscula, y he descuidado los detalles para mi (subrayado el mi) pequeña historia. Pero, espero, todo se andará. Hay que avanzar lentamente, con cierta seguridad. Te agradezco tu buena disposición y, en vista de ello, te preparo una nueva lista de preguntas que seguramente llevaré conmigo en septiembre. Gracias otra vez y, con saludos de Elisa y Germán, un abrazo de tu viejo amigo».
Y tenía razón. Todo el ambiente de Cipriano Salcedo es el reclamo trágico de un mundo de libertad, de respeto, valores que entonces no eran prioritarios pero que contaron con algún que otro profeta, fracasado por supuesto. Una de las páginas emocionantes de la novela última de Delibes es aquella en la que el tío del protagonista, presidente de la Chancillería nada menos, se despide del sobrino, inexorablemente condenado a la hoguera ya, «le atrajo hacia sí, le besó en las mejillas y le retuvo un momento entre sus brazos. Algún día -musitó a su oído- estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo».
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